SUS INSTRUMENTOS, SU CONTEXTO HISTÓRICO Y SUS POSIBILIDADES REALES EN LA GUERRA MODERNA Y COMO ARMA DE TERRORISTAS.
La guerra biológica es el uso militar, como armas de guerra, de los organismos vivientes patógenos, animales o vegetales, y de los productos naturales venenosos, llamados toxinas. Como en ella se emplean los gérmenes y las bacterias, también se le llama guerra bacteriológica, aunque este término sólo incorpora a una parte de los agentes biológicos capaces de ser empleados contra el hombre.
El uso militar de los microbios patógenos.
Los organismos patógenos, que producen enfermedades en el hombre, se pueden clasificar en 4 grandes categorías o tipos: los hongos, las bacterias, los virus y las rickettsias, un ente intermedio entre estos 2 últimos, en su naturaleza, tamaño y características.
Las bacterias son organismos unicelulares de forma esférica (llevan el sufijo coco en el nombre), cilíndrica (los bacilos) o de tornillo o espiral (los espirilos). Se reproducen por división transversal repetida y, con frecuencia, los microbios parciales permanecen unidos formando una cadena. Muchos de ellas se pueden mover mediante sus flagelos o pestañas (más cortas). Según Lauria, el virus es un elemento genético constituido de ácido ribonucleico y de ácido desoxirribonucleico, apto para trasladarse de célula a célula y capaz de sintetizar con los aminoácidos disponibles sus proteínas particulares, que formarán entonces las partículas víricas infectivas. No se conoce su origen ni la fecha de su aparición, ya que se ignora la existencia de virus fósiles. Elford, en 1931, consiguió medir su tamaño, que varía entre 10 y 300 micras. También los virus se clasifican en vegetales, animales y bacteriófagos, cada tipo con sus características específicas. Su ciclo vital tiene, entre otras, 5 fases importantes para nosotros: fijación a la superficie celular, penetración en el interior de la célula, multiplicación del virus a costa de los componentes de aquélla, liberación de los nuevos individuos víricos y su dispersión por el medio.
El empleo militar de los microbios patógenos, por tratarse de organismos vivos, es difícil. Los vectores militares usuales, la artillería convencional (granadas explosivas) y la reactiva (cohetes de trayectoria balística, sin dirección autónoma) y las bombas aéreas, resultan demasiado agresivos para ellos y los destruyen antes de su dispersión en el blanco. Para eliminar estas graves limitaciones se han desarrollado bombas con envoltura de cerámica, que se han probado satisfactoriamente con moscas infectadas con la bacteria yessinia pestis, la causante de la peste bubónica. También se ha probado su dispersión por el aire, mediante dispensadores de varios tipos, pero su control y la estimación de su efecto sobre el blanco son muy difíciles. En los años 40 del pasado siglo, se perfeccionaron técnicas biológicas de desecado y congelación de los microbios. Con ellas se buscaba prolongar su vida y aumentar su resistencia, para permitirles un mayor tiempo de almacenamiento, su dispersión mediante explosivos y lograr una exposición más larga en condiciones ambientales.
Su empleo real mediante transmisores no militares ha sido más común. En 1763, durante la guerra en Norteamérica entre Gran Bretaña y Francia por el control de todas las colonias europeas, el jefe militar británico decidió intentar contagiar con viruela a los indígenas hostiles a ellos. Con este motivo se le entregaron a 2 jefes indios, 2 sábanas y un pañuelo procedentes de la sala de contagiados por viruela de un hospital británico. La enfermedad se extendió pronto entre las tribus. Durante la II guerra mundial, los británicos fabricaron y almacenaron pasteles de carne que contenían dosis elevadas de esporas del antrax. Su idea era lanzarlos por bombarderos sobre praderas alemanas, donde podrían ser hallados y comidos por su ganado. Estos pasteles nunca fueron empleados.
Poco después de los ataques aéreos suicidas sobre las Torres Gemelas y el Pentágono, en septiembre de 2001, comenzaron a aparecer en los EEUU, en las estafetas de correos y en los destinatarios, algunos paquetes y cartas conteniendo supuestamente esporas de antrax, activas o in vitro, adquiridas o robadas en laboratorios de investigación farmacológica. La paranoia colectiva propia de esos trágicos momentos contribuyó a magnificar la extensión y la importancia de estos hechos. Y constituyó un multiplicador del efecto propagandístico perverso de cualquier tipo de agresión individual o colectiva de terrorismo. Cuyo fin es extender el terror, generalmente a través de acciones violentas indiscriminadas y las amenazas de repetirlas, que hacen que todos los miembros de la colectividad atacada se consideren posibles o probables, según los casos, objetivos de esas futuras acciones.
Las toxinas como arma de guerra.
Las toxinas son venenos producidos naturalmente por las plantas o los animales, tanto los grandes o visibles como los microscópicos o microbios.
Las toxinas tienen ciertas ventajas para su empleo como armas de guerra. Son naturales, no productos de síntesis más o menos complicados, costosos e inestables. Esto facilita su producción a escala de planta piloto o industrial. Algunas de las toxinas biológicas se encuentran entre los productos más venenosos que se conocen. Su efecto se realiza sin la presencia del agente productor. Éste, por ser un organismo vivo, plantea problemas en su manipulación, al ser más inestables o perecederos que aquéllas. Es decir, pueden ser conservadas y diseminadas más fácilmente, mediante granadas explosivas especiales o con dispensadores, tipo aerosoles o pulverizadores propulsados por gases inertes o neutros.
La enterotoxina B del estafilococo aureo es la responsable de la mayoría de las intoxicaciones alimentarias humanas. Esta bacteria puede crecer en multitud de alimentos y al hacerlo produce esa toxina, que se ingiere con las consumisiones. En general, la enterotoxina B no es letal, pero una dosis de sólo 50 microgramos ya causa vómitos y diarreas en los adultos. El uso deliberado de esta toxina es posible. Por ejemplo, durante un cerco de los insurrectos irregulares, siempre laxo, a posiciones defensivas fijas militares, y con el fin de hostigarlas y debilitar la resistencia vital enemiga. El efecto sonoro agudo producido por la toxina es llamado casi onomatopéyicamente «el chiflido» (silbido de la chifla).
Una toxina más terrible, que también se puede encontrar en los alimentos, es la toxina butolínica A, producida por la bacteria clostridio butolínica. Es el veneno más poderoso conocido, con un microgramo se mata a un adulto. La aparición normal de la bacteria se asocia a los alimentos mal preservados, como las conservas vegetales caducadas o mal esterilizadas durante su fabricación. Se trata de un neuroagente que causa que el sistema nervioso acumule en exceso durante su funcionamiento la acetilcolina, de una manera similar a como lo hacen los agentes de tipo nervioso de la guerra química.
La toxina ricino, que se halla en las semillas y en las hojas de la planta ricino común fue patentada en 1962 en los EEUU para su empleo como arma biológica. Su uso por los agentes secretos búlgaros, conocidos como los asesinos de los paraguas, fue confirmado en los años 70. En los extremos libres de aquéllos llevaban oculto un lanzador mecánico, que proyectaba un balín impregnado de la toxina ricino y capaz de clavarse a corta distancia en la carne descubierta. Dos disidentes búlgaros, huidos del régimen comunista de su país, fueron positivamente identificados de haber sido asesinados así en Londres.
El piloto norteamericano Francis Gary Powers, que fue derribado en su U-2 sobre la URSS en 1960, llevaba una píldora letal de la saxitoxina BW, que no utilizó. Este agente se obtiene de cierto marisco, que lo produce cuando es alimentado con un tipo particular de plancton marino.
Su aparición en la Historia. Situación actual.
Desde muy antiguo se han empleado los agentes patógenos y las toxinas con propósitos militares. El envenenamiento de las fuentes de agua del enemigo o el arrojar los cadáveres de los enfermos infecciosos por encima de sus muros o murallas defensivas, son técnicas militares documentadas y empleadas por Alejandro Magno, Solón o los mongoles. Es sólo en los tiempos modernos cuando el uso de agentes biológicos en la guerra ha adquirido un carácter de estigma. Así, ninguna nación moderna ha admitido su empleo en combate contra sus enemigos, a pesar de existir numerosas alegaciones de las víctimas de lo contrario.
Un ejemplo extremo de cómo se puede ir de las manos el uso de agentes biológicos por personas profanas, lo tenemos en el sitio de la entonces ciudad genovesa de Kaffa. En él los efectos biológicos nocivos estaban razonablemente circunscritos tras las murallas de esa urbe. A mediados del siglo XIV los mongoles sitiaban la ciudad, hoy llamada Feodosiya, situada en la costa ucraniana del Mar Negro. Los mongoles arrojaban por encima de sus murallas, mediante catapultas, los cuerpos de muertos por la peste bubónica. Se piensa que algunos barcos genoveses que partieron de la ciudad hacia su metrópoli, pudieron portar el bacilo de la plaga, que se hospedaba habitualmente en las siempre presentes ratas. De esta manera pudo alcanzar Italia la peste bubónica, y comenzar la masiva y fulminante epidemia conocida en la Historia como la Muerte Negra, que casi despobló el continente europeo en ese siglo.
A partir de los años 80 del pasado siglo, la ingeniería genética y la biotecnología se han convertido en instrumentos técnico industriales destinados a mejorar las condiciones de vida de la humanidad. Una de sus posibles aplicaciones es el desarrollo de vacunas contra los agentes patógenos, tanto los naturales como los reforzados por acciones genéticas sobre los primeros. Esto puede permitir a los países más adelantados adquirir una cierta inmunidad más o menos extendida, que nunca es absoluta, contra estos ataques. Mientras que sus enemigos potenciales, menos desarrollados tecnológicamente y con menos recursos económicos, salvo los productores de petróleo durante la fase de expansión del ciclo de ventas, estarían inermes contra los agentes biológicos militares.
Su uso militar es puntual y restringido.
El uso efectivo, puntual en el tiempo y controlado de agentes biológicos en el combate moderno es difícil y sus resultados son también demasiado indeterminados. Su propia naturaleza hace que, para la mayoría de los agentes, su lanzamiento controlado sobre un blanco sea difícil. Entre la exposición efectiva del enemigo y el inicio y el desarrollo de la enfermedad, existe una insoslayable demora, que va desde las horas a los días, debido a los inevitables períodos de incubación; lo cual no es asumible casi nunca en una operación móvil. Existen siempre las inmunidades naturales y las adquiridas (por vacunación o por exposición más o menos controlada), que impiden precisar, a efectos de resultados reales probables, el número de bajas enemigas derivadas de un ataque biológico. Los efectos teóricos estimados son disminuidos por ciertas condiciones climáticas, la lluvia, la niebla, la luminosidad solar y las temperaturas extremas, o alterados por los vientos, que los arrastran del blanco de superficie.
Por todo ello, hoy en día el uso militar de agentes biológicos tiene un empleo restringido a las operaciones especiales y al hostigamiento más o menos encubierto del enemigo, técnica donde el tiempo no es un parámetro rígido y crítico. Así, el objetivo de debilitar al enemigo, más que eliminarlo totalmente, hace que los cálculos de la correlación de fuerzas enfrentadas no tengan que ser tan exactos ni tan puntuales en el tiempo. La diseminación de los agentes biológicos es hecha directamente, sin el empleo de las municiones pesadas como vectores. Y el tiempo entre la exposición y el desarrollo de la enfermedad, delatado por los síntomas de ella, constituye entonces un factor de planificación dentro del plan de ataque posterior.
Su difícil e improbable uso por terroristas y locos.
Intentos los ha habido, como el ya indicado sobre las esporas de antrax y los que relatamos a continuación. En 1980 la policía francesa asaltó un domicilio en París de la Fracción del Ejército Rojo alemán, situado en el nº 41 A de la calle Chaillot. Eran ésos cuyos jefes se suicidaron luego simultáneamente en sus celdas de aislamiento en Alemania. Allí encontraron una simple pero efectiva instalación tipo «barreño», para producir la toxina butolínica A. En septiembre de 1984 fue detectada una intoxicación alimenticia deliberada en el pueblo de Antelope, del estado norteamericano de Oregon. Los orígenes fueron trazados desde varios restaurantes de la localidad y la causa fue la contaminación por la bacteria salmonella typhimurio. En las cercanías del pueblo existía una comunidad religiosa hindú, la Bhagivan Sree Rajneesh. El testimonio jurado de su jefe llevó a la conclusión de que el episodio había sido provocado por uno de sus ayudantes. Éste «sembró» los comestibles en venganza, porque algunos de los vecinos de Antelope miraban con desconfianza a su comunidad y los consideraban «diferentes».
Existe en los hombres una natural repugnancia a experimentar las enfermedades, especialmente las infecciosas, las deformantes y las debilitantes en extremo. Sólo hay que ver los anuncios de los centros de todo tipo, que ofrecen algo así como un elixir de la juventud, parecido al que buscó nuestro Ponce de León en La Florida en el siglo XVI. La edad es inevitable e implacable, pero se busca mantener, casi por todos los medios, el uso y disfrute de la madurez, cuyo deterioro es uno de los más temidos efectos de las enfermedades. Las enfermedades infecciosas graves suelen discurrir con unos síntomas externos catastróficos. El hombre se ve atacado desde dentro en su aspecto, en su integridad y en sus capacidades, de manera dolorosa e incluso asquerosa, hasta su muerte infame. No es ésta la muerte más o menos adornada por nosotros, para hacerla gloriosa y menos repugnante, que se espera para los combatientes en el campo de batalla.
La manipulación de los microbios patógenos y sus derivados venenosos implican unas operaciones de alta tecnología farmacológica y química. Aquí cualquier escape o impureza lleva al fracaso del experimento o a una afección de los manipuladores (los posibles portadores más cercanos y expuestos). Y ya sabemos algo de cómo se las gastan estos enanos patógenos y sus productos orgánicos con nosotros.
Los fanáticos fundamentalistas islámicos no encuentran en el Noble Corán ni en la sunna del Profeta ningun aliciente, estímulo o excusa para su empleo en la guerra. Los microbios y sus humores son de la categoría del cerdo, del perro, de los animales acuáticos sin aletas, de los proscritos por Alá, todos ellos impuros y detestables para el muslim fiel. Cuando el Libro descendió de junto a Alá, se moría aceptablemente para los ansares o devotos del Islam por la espada, la maza, el hacha la lanza y las flechas, en defensa de la Umma o comunidad de fieles y para extender sus dominios, mediante la Yihad o guerra santificada en muchos aleyas o versículos de aquél.
Se habla también de la posible utilización por los locos de los medios más asequibles y conocidos para la guerra biológica. Pero un loco no es un demente. El demente tiene degradadas sus facultades cognitivas y volitivas, por el deterioro físico de sus tejidos cerebrales, debido a la edad o a ciertas enfermedades (ictus, arterioesclerosis cerebral). El loco, por su parte, tiene una parte de sus sentimientos, ideas y conceptos afectados, alterados y extraviados. Pero el loco es capaz de razonar, sobre todo en los temas que llamaré «objetivos», los que estén al margen de sus delirios y afecciones anímicas. El loco puede creerse que sus acciones terroristas, más o menos individuales, llegarán a ser importantes para subvertir el régimen político de un país. Pero el loco puede saber cómo mezclar el azúcar y el clorato de potasio (de las pastillitas para desinfectar la garganta) para hacer un explosivo casero. Aunque la ETA le añada azufre, aquí no hace falta y sólo resta efectividad por peso, ya que el cloro se encarga de enlazar al potasio y formar cloruro potásico. En todo caso, el azufre puede obtenerse, como componente de la pólvora, si hay restricciones de productos sensibles, tratando con salfumán el bisulfuro de sodio, un revelador fotográfico. O cómo concentrar el líquido de las baterías, para obtener ácido sulfúrico, base para obtener ácido nítrico (para el algodón pólvora o nitrocelulosa o pólvora sin humo) y nitratos (el comburente de las pólvoras con humo, base de la prirotecnia). Y el loco también tiene mucho, mucho miedo, probablemente más por un componente hipocondríaco específico, a las enfermedades consuntivas, estigmatizadas por el colectivo social.